Toda una generación de un barrio madrileño se estremeció
ante la noticia de que habías desaparecido. Muchos años, muchos cambios y
muchas lluvias separaban ya los últimos momentos que vivimos contigo. Daba
igual. Aquellos que seguíamos juntos desde aquella época, que conservamos tu
recuerdo con dulzura en pequeños frascos con la miel de nuestra adolescencia,
sentimos un vacío en nuestro interior tan profundo como la felicidad que nos
proporcionaron las experiencias que vivimos a tu lado. Sabíamos que algo no iba
bien. En nuestro interior se cerraba una puerta, una puerta que nunca cerramos
en nuestras vidas para ceder la posibilidad de que vuelvas a compartir la tuya
a nuestro lado. Los pequeños afluentes en los que dividimos nuestros caminos
fueron a distintas direcciones, sin ningún tipo de condicionante artificial,
sin ninguna influencia humana, fue la naturaleza la que decidió guiar nuestras
vidas en distintos caminos. Pero aún siento la presencia de aquel poderoso río
que un día fuimos todos aquellos que por aquel entonces nos juntábamos para
unir fuerzas ante los grandes obstáculos que imponía esa etapa tan confusa de
nuestras vidas. Todavía escucho sus aguas fluyendo con fuerza dentro de mí,
dentro de nuestros amigos, y dentro de ti. Estés donde estés, sé que aún
conservas el rugir de aquellas poderosas aguas en las que convertimos nuestra
determinación para seguir adelante en un barrio que nunca fue del todo fácil.
Nunca olvidaré cuando mi mundo cayó, cuando aquellas aguas
comenzaban a separarse ya, y las mías fueron de las primeras en recibir el
poderoso impacto de la piedra que impone el cruel destino. Aún recuerdo ir
pedaleando en la bici sin cesar, esquivando a todo tipo de transeúntes que se
cruzaban por el camino del parque, sin miedo a estrellarme, sin miedo a nada de
lo que pudiera ocurrir. Encaminado sin control hacia tu encuentro mientras todo
se desmoronaba a mi alrededor. Caía al vacío de forma descontrolada, en las
cataratas más altas que ha enfrentado nunca mi camino. Y ahí estabas tú, esperando
debajo de aquella caída, en aquella tarde de septiembre donde el sol se
despedía de nosotros al igual que el mundo tal y como lo conocía lo estaba
haciendo de mí. Nunca olvidaré que aquel peligroso camino en bicicleta fue en
tu busca, para alejarme del resto y encontrar contigo un momento de paz, de
charlar las cosas y de una dosis de realidad, de “el mundo sigue”, “este no es
el final de tu camino”, “las cosas ahora solo pueden ir a mejor”. Y así fue.
Tus palabras fueron las hojas que al final de la caída hicieron un poco más
suave el impacto.
Me hubiese gustado
volver a encontrarte por el barrio, echar un cigarro contigo y decirte que
tenías razón, que con los años el camino fue mejor y que nunca olvido aquella
tarde en la que ofreciste tu mano para levantarme, al igual que todas las
tardes en las que compartimos con una sonrisa aquellos vicios que nos alejaban
del inevitable paso a la madurez.
Ahora solo puedo escribir con palabras aquello que
representaste en mi camino, todas las alegrías que despertaste y las tristezas
que amenizaste.
Ahora solo podemos luchar porque seas inmortal, brindar porque
tu recuerdo se conserve siempre, y que nuestras experiencias contigo enciendan
aquella luz que a veces se apaga en nuestro interior, y como tú hacías en vida,
nos recuerde que nunca caminaremos solos, tenemos la fortaleza que da la unión
de toda una generación de un barrio que pelea siempre contra el destino a
nuestro lado.
D.E.P Ramón. Estés donde estés, el barrio siempre caminará a
tu lado.
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